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La anti selección natural




El éxito evolutivo de la especie humana radica en su capacidad de contrarrestar la influencia de los cambios ambientales, de las mutaciones y de la selección natural. Hasta cierto punto los humanos se han liberado de las leyes de la selección natural que afecta al resto de especies sustituyéndola por lo que podríamos denominar una "anti selección natural". Hoy en día se consigue la supervivencia de quienes por puro azar han sufrido accidentes graves o mutaciones causantes de una enfermedad que hace no muchos años habrían resultado letales. Y también se salva la vida de quienes libremente, no por azar, llevan a cabo comportamientos imprudentes que en cualquier otra especie habrían tenido consecuencias fatales para sus protagonistas. Se rescata al insensato que a pesar de las advertencias quedó atrapado en la nevada, se consigue salvar la vida del conductor que se estrelló por no respetar los límites de velocidad o la del joven que entró en coma etílico durante una noche de juerga. Este afán por preservar la vida nos humaniza y contrasta con la violencia y destructividad demostrada por nuestra especie. Pero esta capacidad de alterar las consecuencias naturales de los comportamientos imprudentes ha resultado tan eficaz que quizá contribuye a que cada vez más individuos experimenten una errónea sensación de invulnerabilidad. Ésta se revela en la improcedente indignación de quienes aparecen en la televisión quejándose porque su vuelo se suspendió debido a que las condiciones meteorológicas desaconsejaban el despegue o de quienes, pese a las advertencias de temporal y la recomendación de no viajar, deciden salir con su coche para no perder un día de vacaciones y quedan atrapados durante horas en medio de una nevada. Tales quejas reflejan que sus protagonistas ignoran una verdad evidente: que no siempre podemos dominar la fuerza de los fenómenos naturales. De esta ignorancia nace la sensación de invulnerabilidad, y de la sensación de invulnerabilidad surgen los comportamientos imprudentes.
 


Es posible que uno de los efectos de la "anti selección natural" sea el desarrollo, en edad y en número, de personas que parecen carecer de responsabilidad o sentimientos de obligación moral para con la sociedad. Al no experimentar las consecuencias naturales de su conducta resulta difícil que su comportamiento cambie. Llegando al extremo, existen individuos que despreciando las repercusiones que sus comportamientos puedan tener en la comunidad no dudan en manifestarse, como hicieron el pasado mes de agosto los negacionistas, con gritos de ¡Libertad! ¡Libertad! por un pretendido derecho a ... ¿ser imprudentes? Quizá la gratuidad y eficacia con la que la comunidad se hace cargo de las negligencias individuales tenga algo que ver con la falta de "responsabilidad individual" que estamos percibiendo durante la pandemia. Ya no nos sorprende escuchar cada día una nueva noticia de contagiados en una fiesta o en una celebración familiar. Sus protagonistas ignoran deliberadamente el peligro, se sienten invulnerables y, en consecuencia, se comportan de modo negligente. Y esto tiene un coste que no pagan precisamente quienes cometieron la imprudencia, sino la comunidad. Aquí puede aplicarse literalmente el refrán "Pagan justos por pecadores". El coste social y económico originado por un solo caso puede llegar a ser impresionante. Un solo infectado asintomático (¡Que yo no tengo el virus!) puede transmitir la infección a varias personas. En el mejor de los casos, la detección del infectado pondrá en marcha una tarea de rastreo en la que se consumirán recursos humanos (rastreadores) y materiales (tests) muy costosos. Quienes hayan estado en contacto con el infectado deberán guardar una cuarentena, lo que en ocasiones les supondrá abandonar transitoriamente la actividad productiva, con la consiguiente merma de recursos. Si alguno de los contactos enferma gravemente y debe ser hospitalizado consumirá y bloqueará, además, una cantidad importante de recursos sanitarios materiales y humanos y, si por sus condiciones de edad y salud es una persona vulnerable, quizá muera. Y esto suponiendo que la cadena de transmisión se corte eficazmente, porque sabemos que una proporción de individuos positivos detectados no respetan la cuarentena y continúan asistiendo al trabajo o teniendo contactos sociales, aumentando así la magnitud del problema. Si a esto sumamos la cantidad de ayudas económicas destinadas a quienes han perdido sus empleos, cerrado sus negocios o solicitan un ingreso mínimo vital y añadimos a los que se incorporarán a solicitar estas ayudas en el futuro, no parece que existan muchos motivos para la diversión y las celebraciones. 


Cualquier sociedad tiene unos recursos materiales y humanos limitados y podrá sobrevivir mientras no se supere un punto crítico en el que la magnitud del problema desborde la capacidad de los recursos.  Dadas las alarmantes cifras de nuevos contagios que se nos presentan cada día cabe preguntarse qué proporción de la población lleva a cabo comportamientos negligentes en relación con la enfermedad. Me refiero a los comportamientos innecesarios cuyo único objetivo es la diversión y que pueden evitarse fácilmente. Obviamente no existen datos para responder esta pregunta, pero una simple observación de la realidad cotidiana puede proporcionarnos indicadores acerca de cuánto hemos interiorizado como grupo, como sociedad, las normas de prevención. Por ejemplo, la próxima vez que vaya a un centro comercial observe cuántas personas apoyan sus manos en la cinta del pasamanos de las escaleras mecánicas, no se limpian las manos con gel al salir o al entrar, caminan con la mascarilla por debajo de la nariz, escogen la fruta sin ponerse guantes o no respetan la distancia de seguridad al hacer la cola para pasar por caja. Ahora puede predecir qué ocurrirá con la tasa de contagios durante las próximas festividades, como Halloween o las Navidades, caracterizadas por compras multitudinarias y reuniones festivas. 


En el momento presente los recursos científicos y técnicos de los que disponemos, pese a trabajar hasta la extenuación, no están siendo suficientes para detener la pandemia. Esperábamos un rescate externo (que no nos exigiera esfuerzo ni implicación personal) en forma de vacuna para no tener que cambiar nada, para conservar nuestra invulnerabilidad y nuestro estilo de vida. Pero a estas alturas ya ha quedado claro que ese rescate tardará y que por mucho que nos obstinemos en vivir como vivíamos antes o en ignorar la gravedad del problema, en esta ocasión la naturaleza sí está imponiendo sus leyes. Esta vez los servicios comunitarios no son suficientes para solucionar el problema pero una respuesta grupal adaptativa, una suma de comportamientos individuales en la dirección adecuada, sí puede hacerlo. Otros países lo han conseguido.


Pero conseguir una respuesta común en nuestro país (me refiero a España) parece una tarea imposible. Los gobernantes y políticos han antepuesto sus intereses partidistas a la adopción de medidas comunes y utilizan los datos sanitarios para obtener rédito político, más que para diseñar estrategias eficaces para acabar con la pandemia; el prurito de algunas autonomías anula las posibilidades de utilizar herramientas comunes (como una sola aplicación "radar") o criterios únicos a la hora de adoptar medidas; los medios de comunicación están al servicio de diferentes partidos más que al de la presentación de datos y hechos objetivos. Mientras, los ciudadanos, desconcertados, procuran salir de la incertidumbre adoptando individualmente los comportamientos que les parecen más pertinentes según el nivel de información y de formación del que disponen. Tras siete meses de pandemia se observa en nuestra sociedad una resignación a convivir con el virus pero no la determinación de acorralarlo.  


Ésta es una crisis sanitaria. Resulta lamentable que, desde sus comienzos, la voz que menos atención ha recibido ha sido la de los científicos y profesionales sanitarios. En varias ocasiones han solicitado evaluar lo hecho para corregir errores y adoptar medidas eficaces pero siempre sus solicitudes han acabado en la papelera de nuestros gobernantes. Gobernantes, políticos y medios de comunicación están enzarzados en la lucha por ser el más fuerte dentro de sus propios nichos ecológicos y en influir sobre el votante. Ellos saben que hoy en día la influencia sobre las masas populares la ejercen las denominadas "redes sociales". No es accidental el uso del término "influencers" para denominar a quienes tienen muchos seguidores. Y una característica de las redes sociales es la diversidad de opiniones, tendencias y modelos de comportamiento que presentan, lo que facilita que muchas personas encuentren en ellas un reducto ideológico o, al menos, emocional con el que identificarse, con el que salir de la incertidumbre provocada por la falta de un liderazgo eficaz, sensato y coherente. El daño ocurre cuando los "influencers" son iletrados que promueven y alimentan actitudes, creencias y estilos de vida contrarios a la evidencia científica o que atentan contra las bases del desarrollo social y económico. Y navegando por las redes sociales y las cadenas de televisión se tiene la impresión de que la proporción de iletrados es enorme. Así que me parece necesario señalar que el éxito evolutivo de la especie humana debe atribuirse fundamentalmente a una minoría de personas que mediante su estudio, perseverancia e ingenio han desarrollado la ciencia y la tecnología hasta donde conocemos actualmente. La mayoría efectuamos aportaciones menos decisivas al progreso pero contribuimos de modo significativo al mantenimiento de la especie, lo que no es poco, ya que de ese modo sustentamos a quienes están produciendo o producirán en el futuro avances científicos y tecnológicos relevantes. Por esta contribución tenemos derecho a sentir que formamos parte de los éxitos de la humanidad, pero no tenemos derecho a atribuirnos la valía, el conocimiento o la autoridad de los protagonistas directos de los logros. Y en los últimos años estamos viendo cómo esta atribución errónea se extiende cada vez a más individuos. Del mismo modo que la “anti selección natural" permite la supervivencia de los imprudentes, la dinámica social ha aumentado la influencia de los necios y de sus seguidores que ni siquiera son conscientes de su estulticia. 


No hace mucho, algún partido político puso de moda la palabra "empoderar". En el Diccionario de la Real Academia Española esta palabra tiene dos acepciones: 


1) Hacer poderoso o fuerte a un individuo o grupo social desfavorecido.  

2) Dar a alguien autoridad, influencia o conocimiento para hacer algo. 


Pues bien, si lo que pretendían conseguir era lo primero, lo que han logrado es lo segundo, pero con un agravante: que aquellos a quienes han dado la autoridad o la influencia, carecen de conocimiento y aptitudes para resolver los problemas.


                                                                                                          martinromanya

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